El frío ritual de incineración para las víctimas de la COVID-19, en el único crematorio de la región Áncash.
El portón metálico del cementerio Lomas de la Paz se abre y deja ver una verde alfombra llena de tumbas. Un joven, ataviado cual astronauta y cargando una mochila fumigadora, se aproxima al encuentro de los ocupantes de una carroza funeraria. Los rocía con una mezcla desinfectante de hipoclorito y luego se dirige hacia los dos féretros de madera en el interior del vehículo. Repite el procedimiento de desinfección y el coche puede pasar con los restos de dos fallecidos por COVID-19.
Al interior, se encuentra el único crematorio que existe en Áncash. Hay una pequeña y acogedora capilla, pero está demás. Para las víctimas de la pandemia que azota a la humanidad, no hay ceremonias ni familiares que les den el último adiós. Así lo dicta el protocolo dispuesto por el Ministerio de Salud.
Los féretros son ubicados en la parte posterior del horno crematorio. Cada día, en dos turnos, los cremadores trabajan para convertir en cenizas ocho cuerpos por día. Esa es la capacidad del horno que es alimentado por gas y al estar encendido emite una humareda por una chimenea que, señalan los trabajadores, no tiene efectos contaminantes en el ambiente.
Para convertir en cenizas a un cuerpo humano, el horno necesita entre una hora u hora y media, a 800 grados de temperatura constante. Cuando el cadáver se ha consumido, lo que queda de él es cuidadosamente colocado en una urna de madera. El receptáculo es rotulado y llevado a un almacén.
El trabajo continua. Los encargados acomodan otro de los féretros de madera sobre una camilla para luego ingresarlo al horno, que despide por la boca una llama naranja. En pocos segundos, el cajón con los restos de su ocupante es ingresado y la puerta se cierra, así, dicen los trabajadores, se facilita la combustión. Al humo negro que brota por unos segundos, debido a la quema de la madera, le sigue un humo blanco.
En los exteriores del camposanto empiezan a llegar los familiares, quienes se enteran de diversas formas sobre el deceso de su ser querido. A veces, les comunican desde el hospital y otras, al no hallar respuestas en los nosocomios, se ven obligados a preguntar por sus parientes en el mismo cementerio. Todos ellos, no pudieron dar el último adiós en vida a sus padres, hermanos o hijos y quizá, con suerte, los vieron ingresar al lugar donde pensaban superar un virus que le ha quitado a todo el mundo la costumbre de velar a sus muertos.
La entrega de los restos es sencilla. Tras comprobarse el vínculo familiar con el fallecido, se llenan unos formatos y la urna de madera con las cenizas es entregada. Son los deudos quienes deberán decidir el destino de los restos, tras salir del cementerio. Recién ahora podrán despedirse o, al menos, intentarlo.
(Paul Meza)